sábado, 4 de diciembre de 2010

Ensayo Final Reconocimiento social del educador.

Una de las razones fundamentales por las cuales los resultados educativos de Colombia distan años luz de los países de mayor logro como Finlandia y Singapur, es la falta de reconocimiento social de la profesión de educador.

Ingrid Marcela Sarmiento

Jorge Humberto Herrera Guzmán

Pedro Luis Espinosa

Carlos Augusto García López

(Blog: cuatrodiscutiendo)

El propósito del ensayo sobre el reconocimiento social de la profesión de educador busca generar cuestionamientos necesarios, más que verdades acabadas. Es evidente que en los temas que nos ocupan desde las instancias de dirección y gestión educativa, las problemáticas docentes están en las agendas diarias de las instituciones y reclaman un análisis de las múltiples variables que las caracterizan.

Entiéndase entonces el enunciado inicial más como una idea cuestionadora que como una tesis comprendida y acabada.

En primer lugar quisiéramos avanzar en la dirección de lo que significa la tarea educativa, para comprender qué es lo que merece reconocimiento -más aún teniendo esos referentes casi “de ensueño” que caracterizan la educación en Finlandia- Ese quehacer de un sujeto social que despliega estrategias para favorecer, propiciar o alentar aprendizajes en sus estudiantes. Aquí se empieza a volver complejo el escenario de discusión. Entender la docencia y su papel en la sociedad, ha sido tema de no pocos tratados y de no menos planes de gobierno. Sin embargo, consideramos que donde debemos fijar la mirada para el análisis es en las mutaciones que ese rol ha tenido en los últimos tiempos, pues consideramos que allí radica parte importante de ese reconocimiento social.

Pensar en un “docente contemporáneo” es pensar en un sujeto diferente al que tradicionalmente se ha establecido y que ha estado tan arraigado en los imaginarios sociales escolares y en general en la sociedad. Un docente que otrora era el poseedor de la verdad, el “contenedor” del saber y quien de manera generosa, a manera de apostolado y no ajeno a una visión particular de autoridad ( más cercana al autoritarismo que a la legitimidad), irradiaba su sabiduría en un grupo abúlico y pasivo, “recipiente vacío”, ávido del favor de la verdad.

Puede sonar algo paradójico este planteamiento, hoy que hablamos de la inminencia de las TIC, de la supremacía de la virtualidad, de cambios radicales en los paradigmas sociales. Sin embargo no nos será extraño encontrarlo aún en plena vigencia en múltiples instancias de nuestro llamado sistema educativo. Y seguramente no en su forma primitiva de férula en mano y castigo corporal, sino de mil formas, velado y camuflado, en prácticas pedagógicas y didácticas, pletóricas de poderes soterrados, de verdades entronizadas, de prejuicios enquistados. Hay aún este ejercicio de la docencia que creíamos desterrado. Esa docencia que pensábamos superada por la escuela nueva, por un “constructivismo emancipador”, que llegó para salvarnos de la “dictadura de clases” y por todas las corrientes pedagógicas modernas que reivindican al sujeto que aprende y que privilegian una educación menos centrada en la enseñanza y más en el aprendizaje.

Sin embargo no queremos parecer apocalípticos. De hecho hay avances significativos en lo que a la acción educativa del docente se refiere. Hay ganancias evidentes en formas de intervención pedagógica más pertinentes al mundo que nos reta a diario. Pero aún no podemos cantar victoria, los viejos modelos parecen rehusarse a salir del escenario, parecen tan capaces de burlar las mejores intenciones de reforma y cambio y se enseñorean de nuevo, una vez el maestro cierra la puerta de aula. (porque sigue habiendo puerta y sigue habiendo aula, pues hay que marcar los espacios, las distancias y dibujar los roles con tiza y tablero, así estén disfrazados de televisores y audiovisuales.

Legitimar entonces una actividad docente que se resiste a ampliar sus horizontes de comprensión es parte de esa inquietud inicial que nos convoca. Alcanzar reconocimiento social para una profesión, implica repensarla, supone reescribirla, resignificarla en contextos y entornos cada vez más complejos, con sujetos cada vez menos predecibles, menos dispuestos a la obediencia y más impregnados de formas diversas de aprendizaje que superan en retos y en seducción a una educación anquilosada, atrincherada y por qué no decirlo algo temerosa. Así, es común asistir al enfrentamiento de la escuela con la televisión, con Internet, con los videojuegos, con las formas de simbolización de sujetos con otras velocidades, con otras expectativas, con otras formas de ver, de estar y de actuar en el mundo. Sin duda, entonces, busquemos una legitimidad desde la pertinencia; sin traicionar el contrato fundacional con la sociedad, desde luego, pero sí ampliando la mirada, ganando en calidad, creciendo en inclusión de nuevos modos de ver; descentrando el aprendizaje de los libros y de los salones de clase. Construyendo, como nos reclama el ya octogenario Edgar Morin “cabezas bien puestas y no cabezas bien llenas”[1]

Otra de las aristas del tema que nos ocupa sería el llamado “sistema educativo”, que aún tiene mucho de nombre rimbombante y poco de sistema. Una mirada al papel del Estado en su tarea, incompleta por supuesto, nos dará algunas luces sobre ese reto de legitimación de la profesión docente en la sociedad.

Y para no detenernos en principio en una visión parroquial del asunto, ya que nos henos apoyado en referentes europeos, revisemos el prestigioso informe Dearing, encaminado a examinar el estado de la educación superior en el Reino Unido, en el cual se recomienda “el establecimiento de la docencia en enseñanza superior como una profesión por sí misma, no como un complemento a la actividad investigadora” y “que se establezcan institutos profesionales para la enseñanza de la pedagogía, destinada a futuros profesores de enseñanza superior”[2]. Loable propósito y de todas maneras algo tardío, pues plantea retos que se deberán implementar en los próximos 20 años. ¡Y pensábamos que allí tenían todo resuelto! De todas maneras, no deja de ser interesante referirse a estas latitudes, cuando en nuestro medio se reclama desde el Estado, lo mismo, en todos y cada uno de los planes de gobierno y en los intentos de política educativa, sin llegar a concreciones y acciones contundentes que produzcan transformaciones significativas. No es consuelo, desde luego, pero pareciera que compartimos con el Reino Unido, “dolencias estructurales” expresadas en lenguajes familiares: “para Martin Trow, observador externo de la educación superior británica, lejos de ser una solución a los problemas de la educación superior británica, el Informe Dearing es “parte del problema” al haberse elaborado no como el resultado de la experiencia directa de docentes e investigadores en las universidades y otras instituciones, sino al margen de aquellos. (…) Ted Tapper y Brian Salter no vacilan en asegurar que el Informe es un ejemplo perfecto del estado mental esquizofrénico de la Inglaterra bienpensante, sobre la naturaleza de la educación superior y una tendencia a creer que por haberlo pensado ya debe ser deseable”

Sugestiva coincidencia con nuestro entorno. Nuestra política educativa con respecto a la profesión docente pareciera también haber sido errática, coyuntural, desarticulada. Los sectores involucrados han buscado intereses y prerrogativas particulares, sin visiones de largo aliento y que consulten la pluralidad de actores involucrados. Luchas sindicales por beneficios, que no por ser legítimos, adolecen de exclusión, de abordajes integradores respecto de variables críticas como la formación permanente, la cohesión con sectores claves de la llamada sociedad civil, la visión de región y sus problemáticas sociales, de violencia y la inserción proactiva en las nuevas formas de interacción social con las poblaciones y audiencias sujetos del acto educativo.

Es importante reconocer los avances en materia normativa, que en algo han contribuido a conformar un cuerpo de “discusión” sobre temas centrales: “en formación para los docentes en servicio están los programas de postgrado, dirigidos al perfeccionamiento científico, tecnológico e investigativo de los docentes, a nivel de especialización, maestría, doctorado y postdoctorado en educación, en los términos contemplados por la Ley 30 de 1992 . Adicionalmente, en los dos estatutos docentes vigentes, Decreto 2277 de 1979 y Decreto 1278 de 2002 , los títulos de maestría representan una oportunidad de ascenso dentro de la estructura para aquellos docentes y directivos que acreditan como requisito la obtención de estos títulos”[3]; ejemplos de reglamentación valiosos, pero aún desarticulados dentro de un precario sistema. La sola mención en enunciados y firmas de documentos con gran despliegue mediático, no resuelve la problemática específica de nuestras particulares realidades. En efecto, se menciona en el marco de la Prosperidad Educativa del gobierno actual, un “Plan Nacional de formación docente y de directivos docentes para su actualización y fortalecimiento de competencias”[4], sin embargo, el camino para determinar necesidades locales, regionales y nacionales, no está aún esbozado y recorre el camino peligroso de la retórica y las buenas intensiones.

Allí hay sin duda un factor crítico de legitimación. La política pública que no dependa de slogans de campaña, cambiando el apellido, que no dependan de presiones momentáneas de sectores con poder político, sino que verdaderamente sean fruto de concertación, inclusión, de visiones holísticas de la realidad de la labor docente y de su papel estratégico en la construcción de una visión colectiva de comunidad.

Porque pensar en legitimación docente, incluye necesariamente a la familia, a los medios de comunicación, a las llamadas instancias de socialización. No es un problema sectorial, es un asunto de profunda raíz cultural. Allí, en la urdimbre del tejido social es en donde la profesión docente cobra vigencia, asume su verdadero papel como articulador y como generador de saber colectivo. El docente será entonces ese mediador social por excelencia, ese interventor cultural que aún o hemos sabido reconocer.



[1] Morin, E. (1999). La Cabeza Bien Puesta: Repensar la reforma, reformar el pensamiento. Buenos Aires. Ediciones Nueva Visión.

[2] Quesada, Gustavo y otros. (2004). La política universitaria en la sociedad del conocimiento. Bogotá. Ed. Magisterio, Colección Alma Máter. Pág. 106.

[3] http://www.mineducacion.gov.co/1621/propertyvalue-39439.html

[4] http://www.mineducacion.gov.co/1621/w3-article-254336.html

sábado, 6 de noviembre de 2010

Años Luz

Una de las razones fundamentales por las cuales los resultados educativos de Colombia distan años luz de los países de mayor logro como Finlandia y Singapur, es la falta de reconocimiento social de la profesión de educador.